29 de octubre

 «Besar no es delito».

—¿De dónde sacas eso?

—¡Estás loco!

—A mí me gusta.

Los adolescentes se agrupan en torno al pupitre de su compañero. Están muy juntos y se rozan, pero todos llevan mascarilla.

—El profe te lo va a tirar p’atrás.

—¿Por qué? Ha dicho: elegid un lema para estampar en la camiseta. Pues este es el mío.

Las chicas se ríen.

—Busca otro.

—«Follar no es delito» —dice uno de los muchachos, y todos ríen con más fuerza. Uno resopla y se baja la mascarilla, con la cara enrojecida. La chica de su lado le da un codazo.

—¡Súbetela!

—¡Es que me ahogo! ¡No puedo reír con mascarilla!

Se la sube hasta la nariz, aun riendo.

—Oye, Fran. Cambia el lema. En serio. Es chulo, pero ahora no toca eso.

—Ahora no toca eso —parodia otro—. Mira, mira, pon esto: «¡Súbetela!»

Los muchachos estallan en carcajadas de nuevo. Las chicas se apartan un poco y se miran.

—A mí me gusta la letra.

—Es que Fran es un artista con las grafías.

—Y ese trazo rojo… ¿Es una boca?

—Parece una flor.

Fran se yergue, ufanándose.

—Son unos labios. ¿No lo veis?

—¿Los de arriba o los de abajo? —suelta otro chico.

El profesor se acerca y se acaba el tumulto.

—Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Estamos en clase!

—Es diseño, profe. Aquí, la creatividad es libre —dice una de las chicas, envalentonándose.

—Sí, la creatividad es libre, pero estamos en clase, y vosotros no estáis guardando la distancia.

Se apartan todos. El profesor se fija en la lámina pintada sobre el pupitre.

—¿Qué es eso?

—Es mi propuesta, profe —dice Fran.

—No es muy original, que digamos.

—¿No le gusta?

—Mejor inventa otra cosa. ¿De acuerdo?

Fran sostiene la mirada del profesor durante unos segundos. Dos pares de ojos acechando sobre las mascarillas negras.

—Está bien.

Mientras el profesor se aleja, un compañero susurra.

—¡Te lo dije!

Fran rasga la lámina con rabia, hace una pelota y la arroja al suelo.

—Esta tarde vamos a correr. ¿Te vienes con nosotras?

—Uf. Tenemos mucho trabajo.

—Bah, sólo será una hora. Vente. Nos lo pasamos bien. Vamos hasta la playa y volvemos caminando.

—¡Y charlando!

—Además, así podemos quitarnos la mascarilla un rato.

—Y perdemos un poco de michelines.

—Mira quién habla. ¡Si no tienes nada!

—Sí, sí que tengo… Por ahí se acumulan las grasitas.

—Vale. ¿Me picáis vosotras?

—Sí. A las seis.

Las cinco chicas van trotando por la acera, dos delante, tres atrás. Llevan mallas negras y sudaderas de licra de colores. Una se ha quitado la camiseta y luce un top que deja ver un abdomen escultural. Cruzan la ronda litoral y se dirigen hacia los parques, antes de llegar al mar.

En un cruce hay un coche de la guardia urbana, aparcado. Los dos agentes se quedan mirando a las chicas y no dicen nada. Cuando han pasado, uno de ellos dice:

—¡Las mascarillas!

El otro mueve la cabeza.

—Están haciendo deporte, capullo.

—Pero están muy juntas.

—Bah, lo has dicho por decir algo.

—Mira esa… la de negro.

—Está buena, ¿eh?

Al cabo de unos minutos pasa una pareja, caminando. Charlan animadamente, ninguno de los dos lleva mascarilla.

El agente se adelanta.

—¡La mascarilla!

El hombre se detiene, la mujer también. Tendrán mediana edad, pero su aspecto es juvenil.

—Sí, jefe. Tiene usted razón. Pero no la llevo por razones médicas. Tengo aquí el certificado de exención.

Los dos agentes se miran. Bajo la mascarilla esbozan una mueca.

—A ver, enséñemelo.

El hombre saca un papel doblado del bolsillo. Lo despliega ante los agentes.

—¿Quién le ha hecho eso?

—Mi doctora, ¿no lo ve? Ahí está su nombre y su firma, el número de colegiada y…

—No es del CAP.

—Es una doctora privada.

El agente le devuelve el papel.

—¿Y usted, señora? ¿También tiene problemas?

Ella se aparta un paso y habla, con voz segura.

—Somos pareja. Cohabitamos, y estamos guardando la distancia con los demás. No suponemos ningún riesgo.

—Eso dice usted. Pero la norma está clara: uso obligatorio de mascarilla, en todos los espacios públicos.

—Eso —replica ella—, siempre que no se pueda guardar la distancia de seguridad. Y nosotros la guardamos.

Los agentes se miran y murmuran, mientras el hombre se acerca a su compañera y también le dice algo en voz baja. Ella niega con la cabeza.

—Lo siento, señora. O se pone una mascarilla o tengo que multarla.

Ella aprieta los labios.

—¿No han leído el BOE? La mascarilla sólo es obligada si no se puede guardar la distancia. Estamos cumpliendo la ley.

—Señora, no me obligue…

El hombre la toma de una mano.

—Vamos a la farmacia ahora mismo a comprarla.

—Está bien. Vayan. Y no salgan de casa sin ella.

La pareja da media vuelta y se aleja por el parque. Los dos agentes se encogen de hombros.

—Siempre hay listillos que se pasan de rosca.

—Y eso de los certificados… Ya es el tercero que nos plantifican.

—Estaba firmado de puño y letra.

—¿Quién coño será esa doctora?

El otro ríe.

—Oye, a lo mejor es verdad.

—Demasiado listo que ve noticias conspiranoicas por Internet. Tendrían que censurar todos esos canales de una vez por todas, ya.

—Bueno, en eso andan los de arriba…

—No van a poder. Son como las hormigas. Matas aquí, y salen por allá. Es imposible controlar toda la red.

—Tampoco se puede dar la sensación de demasiada restricción… A fin de cuentas, son cuatro gatos.

—Hasta el día que no sean cuatro, sino cuarenta mil.

—Ni que sean cuarenta mil. ¿Qué son, en medio de cuarenta millones de habitantes?

—¡Hasta de la policía han salido grupos que van de disidentes y rebeldes! Se les va a caer el pelo.

—Pues sí. Expediente que te quiero…

Caminan un poco alrededor del coche, miran hacia el mar. Uno de ellos se rasca la cabeza y se quita la mascarilla unos instantes.

—Oye, Luis.

—Qué, tío.

—Hay momentos en que yo también dudo.

—¿Te crees que yo no?

—Hay cosas que no cuadran… ¿Qué coño hacemos aquí, vigilando si una parejita o un corredor llevan o no la puta mascarilla?

—Pero estamos aquí, tío. Jodidos, pero con curro, salario y familia que mantener. No nos pagan para que dudemos y hagamos preguntas, y eso lo sabemos desde el primer día. 

Qui paga, mana.

—Y quien obedece, cobra.

—Puta vida.

—Así es. 

Las chicas se han parado, jadeando. Se estiran en los postes que separan la playa del paseo. Una de ellas levanta la cuerda y pasa al otro lado.

—¿Nos damos un baño?

Las otras ríen.

—¡Sí, con el agua helada!

—Sin bañador, ni nada…

—¿A estas horas? Se está haciendo de noche.

—Nos mojamos los pies, ¿no os apetece?

—Si estuviéramos en la playa nudista, podríamos bañarnos enteras.

Ríen más, bromean, dos más pasan a la arena. La primera ya se está quitando las zapatillas. Es la del top, la atlética.

—Pues yo me voy a mojar.

—¡Estás loca!

Regresa al cabo de unos minutos, tras chapotear en la orilla. El cielo está de color azul oscuro y un enorme lucero brilla sobre el mar. Al otro lado, sobre la ciudad, aún palidece el rubor del ocaso.

—¡Qué buena! ¡Me vuelan los pies!

—Se te van a congelar, ya verás.

Sacudiéndose la arena de los pies, se calza. Las otras la miran.

—¿No tienes frío?

—Ni una gota.

—Correr nos sienta bien —comenta una de ellas, reflexiva.

—Tenemos que salir cada día.

—¿Cada día? ¡No!

—¡Sí!

—Bueno, las que queráis. Yo pienso salir cada día.

—Correr no es delito…

—Besar no es delito. Pobre Fran. El profe lo dejó hecho pof.

—Creo que lo que más le jodió no es que le hiciera cambiar, sino lo que le dijo. Que no era original.

—Uy, ¡eso sí que debió dolerle! ¡Con lo que es él!

—¿Te gusta Fran?

—¿Por qué lo preguntas?

—¡Porque se te nota! ¡Te has puesto roja!

—Estoy roja de correr, burra.

—¡Ja, ja! ¡No! ¡Es verdad!

Las otras se apiñan ante la acusada.

—Bueno, ¿y qué tiene de malo? Fran está bueno, ¿no?

—Es… original.

—Lo que no me gusta de él es que fuma. Apesta a porro.

—Bah. Todos en la clase apestan.

—Menos los pijos.

—Esos, seguro que esnifan.

—Pues yo, qué quieres, prefiero uno que esnife que un porrero. Al menos, sé qué tiene pasta.

Vuelven trotando a ritmo más lento, sin dejar de hablar.

—¿Tú te enrollarías con un tío sólo por la pasta?

—Mira, tía. Antes pensaba que no… Pero ahora, con la que está cayendo… Que no tienes nada seguro, ni trabajo, ni nada… La verdad, antes que otra cosa, prefiero a un tío con pasta. Cuanta más, mejor.

—¿Ni que sea un cardo?

—Si es un cardo, pues a mirar a otro lado. La pasta todo lo liga. Eso dice mi abuela.

—¡Tu abuela! ¿Hace cuánto que no la ves?

—Meses. Aunque alguna vez hemos hablado por teléfono. Desde que empezó la pandemia… Mi padre dice que ya no la veremos más, al paso que vamos.

—Yo a mis abuelos no los veo desde la Navidad pasada.

—Ni yo. Y esta Navidad, tampoco creo que podamos reunirnos. Vaya mierda.

—¡Es lo que hay!

—Para mí, mejor. ¡Odio las reuniones familiares!

—Lo más jodido son las noches… Eso de no poder salir es criminal.

—Y, como siempre, los jóvenes tenemos la culpa de todo… Los contagios, los brotes, todo.

—Qué asco, tía.

Cruzan una calle, mirando a ambos lados. La acera se ve desierta.

—Joder, no hay una puta alma. ¡Y no son ni las ocho! Hasta miedo me da.

—Calla, calla, que te ahogas. Respira y sigue.

—¡Aaaah! ¡Que me ahogo!

—¡No grites, loca!

Ríen y siguen trotando, a saltitos, sin mucho ímpetu. La atlética y otra compañera las han dejado atrás.

—Míralas esas dos, corren que se matan.

—¿Sabéis dónde hacen un botellón este fin de semana?

—¿Dónde?

—En Badalona, donde había la carpa antes… en el polígono de Can Ribó. ¿Os acordáis? Allí.

—Menudo lugar donde hacerlo. Estará de policías hasta aquí.

—Pues han pasado la voz por WhatsApp. A lo mejor tienen un chivato que les avisa dónde es seguro. La poli va haciendo rondas.

—¿Tú vas a ir?

—No sé. ¿Tú vendrías?

—Si vamos unas cuantas, me apunto.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Urgencias

Jueves 4 de junio

Viernes 20 de marzo