30 de octubre

Emprendedor

Soy un emprendedor. El estado de alarma me pilló a mitad de curso. Estudio (me corrijo, estudiaba) en la universidad. Económicas. En teoría, eso sirve para que, al salir, te conviertas en un empresario de éxito. O en un pringado trabajando a horas y a deshoras para alguna multinacional. O, si tienes suerte y enchufe, acabes dando clase en la facultad, como la mayoría de mis profes, y aburriendo hasta a las ovejas.

La pandemia nos jodió el curso. Y me encontré confinado, en una residencia de estudiantes, comienzo pizzas y sin poder salir más que a comprar tabaco y cervezas al súper más próximo. Ni siquiera nos permitieron reunirnos en alguna habitación, varios colegas. En marzo yo estaba solo en la mía, mi anterior compañero se había ido a su casa cuando supo de la cuarentena, y los primeros días creí que me volvía loco. Llamaba a mis amigos y no daba crédito a lo que oía.

—No, tío no. Que esto es muy jodido. Mejor no vengas.

—Nos lo han prohibido, ¿no has visto los carteles afuera? No se permiten visitas.

—Pero, qué coño, ¿nos van a controlar las 24 horas?

—Oye, tío, que esto va en serio. ¿Y si nos contagiamos?

En la residencia quedábamos pocos: algunos extranjeros, los cuatro colgados de provincias, esperando en vano que aquello fueran sólo quince días. No logré verme con ninguno de ellos. Con ninguno. Todos estaban acojonados, tragándose las noticias y con pánico a cruzarse con alguien más y contraer aquella extraña gripe letal. Me encontré con algunos cuando salí a comprar, por el pasillo y en la calle. Huidizos y esquivos. No parecían las mismas personas.

Los que estaban confinados en grupo, dos o tres en una habitación, ni se acercaban ni se tocaban, y no se quitaban la mascarilla ni para dormir.

No podía creerlo. En la historia de la humanidad ha habido cientos de pandemias, pero ninguna como esta. En pleno siglo XXI, somos más impotentes que nuestros antepasados de hace cinco siglos. No se nos ocurre mejor plan que encerrarnos, tanto si estamos enfermos como si no. ¡Emparedados en vida!

No entendía nada. Y sigo sin entenderlo.

Por supuesto, yo también tragué noticias, cifras y datos, uno tras otro, los primeros días. Pasé por mi crisis de angustia, me emborraché, sufrí resaca y terrores nocturnos… Compré una caja de mascarillas y me las puse para salir, desechándolas religiosamente cada día. Hasta que me harté. Apagué el móvil, apagué la Tablet, apagué el portátil y me senté en la alfombra, a pensar.

No creáis que soy un individuo sereno y reflexivo. No. Me puse a pensar de pura rabia. Me hervía la sangre y tenía la cabeza a punto de estallar. Las ideas, las noticias, los miedos y los eslóganes rodaban dentro de mí como bolas en un bombo de lotería. Quédate en casa. Yo me quedo en casa. Cuídate. Por ti, por los demás. Póntela…

Al final, me dije: Carlos, dale al coco. No has nacido para vivir confinado. No te vas a quedar ahí como un viejo, a esperar la muerte. O la vacuna. O el próximo decreto del gobierno empeñado en salvar tu vida. Callar, esperar y obedecer no es para mí. Tú no has nacido para eso. ¿Qué coño piensas hacer?

Si no hacía algo nuevo, algo constructivo, algo por mí mismo, acabaría tirándome por el balcón.

Y pensé: estoy estudiando económicas y empresariales. Pues bien, empieza a planear tu empresa. ¡Sé un emprendedor… en plena pandemia!

Se me ocurrió una idea. Poco original, pero que consideré sumamente útil. El quid del empresario, nos decía un profesor, es el servicio. Ofrece algo útil o necesario. Algo que la gente pida a gritos.

Y hay algo que mucha gente pide a gritos, en pleno confinamiento. Algo que, antes, se conseguía en la calle, en la disco, o en ciertos lugares… Algo que, ahora, tenía que ser a domicilio, como la comida, los libros o un aparato para hacer pesas.

Droga a domicilio. Si contactaba con ciertas personas, podía montar mi negocio. Tenía un buen nicho de mercado: todos mis compañeros, amigos, hermanos, novias, conocidos… y, de ahí, a expandirse. La red era inmensa.

Sabía que me metía en terreno oscuro, y que la distribución de droga es un campo acotado y con sus reglas. Pero cuando estás desesperado y no tienes nada mejor que hacer, pierdes cierta noción del peligro. Decidí arriesgarme.

Busqué en la agenda de mi móvil y encontré el contacto. Se llamaba Ahmed y era afgano. El primero que me había ofrecido hachís por la calle, una noche saliendo de la disco en el paseo marítimo. Desde entonces, habíamos tenido tratos un par de veces, o tres. Me pregunté cómo estaría pasando el confinamiento un hombre como él. Seguramente en un tugurio abarrotado. Desde luego, no en soledad, como yo.

Marqué el número y esperé bastantes señales, hasta que oí una voz vacilante. Era él. Tardó un poco en entenderme, yo me identifiqué como uno de sus clientes, «el chico que te compró dos veces, saliendo del Opium, en la Vila Olímpica, ¿me recuerdas?» Sí, sí, dijo él. No sé si era cierto o no. Lo que sí es cierto es que mi llamada le cayó como agua de mayo.

Le expliqué mi propuesta y aceptó de inmediato. Él procuraría la droga. Ni le pregunté ni quise saber de dónde la sacaría. Yo la distribuiría. Le pagaría un anticipo y el resto cuando la hubiera vendido. Él me haría un buen precio. Yo esperaba ganar con el margen de subida que pensaba aplicar a la mercancía.

Y aceptó. Le pregunté qué podía ofrecerme, y me dijo que hachís, marihuana y caballo, si quería. Empezamos bien, me dije, producto diversificado. ¿Cómo me lo haría llegar? El problema lo resolvimos de inmediato. Uno de sus compañeros de piso trabaja en Glovo. Te lo traerá él, me dijo. Pero a cambio de la pasta. Al contado y en billete pequeño.

Pensé que iría al banco y sacaría todo lo que diera de sí mi visa. Esa sería mi primera inversión. Una compra de stock. Y, con la ilusión de un principiante, abrí un Excel y completé mi presupuesto. Previsión de gastos e ingresos. Hasta hice un plan de viabilidad a un año vista. Los números salían. Pero tenía que atar varios cabos todavía.

La publicidad era bien simple. Podía usar la darknet, pero de momento decidí empezar con el boca a oreja, llamadas personales, nada de correos ni WhatsApp. Pensé que, a la que contactara con el primer amigo, la cosa se desencadenaría. Por ahí no tendría problemas, pensé. Mis amigos, como yo, andábamos ansiosos y locos por meternos cualquier cosa en el cuerpo, aparte de cerveza y licores baratos.

El punto más importante era la distribución. El compañero de Ahmed, el de Glovo, podía ayudarnos. Su bicicleta y su cajón eran la mejor tapadera. Podría moverse por toda la ciudad con total libertad, a cualquier hora. La cuestión era que pudiera compaginarlo con su trabajo. Ahmed me aseguró que Kalendar (así se llamaba el colega), lo haría. Tal vez tenía poca faena, o quizás la bicicleta y la caja de Glovo eran robadas… No quise indagar más.

Excitado con mi plan, no podía ni dormir. Se me quitaron hasta el hambre y las ganas de beber. ¡Ahora, era un hombre con propósito!, me dije. Salí a pasear, con la excusa de comprar tabaco, y me alejé un poco más de la cuenta, hasta el parque de la Ciudadela. Estaba cerrado, por supuesto, y vi que en el paseo, delante del Arco de Triunfo, una tribu variopinta se agrupaba bajo una de las farolas. Sentados en el banco de piedra y en el suelo, había una decena de senegaleses; los sin techo del parque se habían quedado sin su hogar. Confinados en la calle, pensé. Uno tocaba un instrumento raro, mezcla de banjo y arpa. Todos fumaban algo y se pasaban unas latas. Flacos, con sus camisas de vivos colores y los cabellos trenzados, hablaban en voz alta, con ese desparpajo propio de los africanos que se ríen de todo, hasta de la misma muerte con guadaña y corona.

Algo me impulsó a acercarme a ellos. Me paré a pocos pasos y dejé que me examinaran. Uno me alargó la mano, ofreciéndome hierba.

—Tien, mon ami.

Sonreí, bajándome la mascarilla. Ninguno de ellos la llevaba, por cierto.

—¿Os puedo preguntar algo? —empecé.

Ellos no parecieron entender, pero sus gestos seguían siendo amistosos. Uno me invitó a sentarme a su lado y lo hice, guardando la distancia. Me senté en el suelo y pregunté:

—¿Sabéis de alguien que venda droga?

Ellos se echaron a reír y el primero me volvió a alargar el manojo de hierba chafada.

—No, no para mí. Para unos amigos… Quiero comprar —dije.

Consultaron entre sí, en su mezcla de francés y yoruba, y uno me dijo.

—Si tú quieres chocolate, Suliman te vende.

¡Era lo que me faltaba para completar mi cartera de productos!

—Suliman. ¿Quién de vosotros es?

—No aquí —hicieron gestos que podían significar cualquier cosa—. Él viene algunos días.

—¿Dónde lo puedo encontrar? ¿Tenéis algún teléfono?

Me soltaron un rollo que no acabé de entender. Pero columbré que Suliman pasaba por allí de vez en cuando, les vendía cannabis y era el jefe del cotarro.

—Tú vien ici demain —me dijo uno de ellos— y él está, y te vende ce que tu veux.

—Mañana —repetí, ellos asintieron—. ¿A qué hora?

—A cette heure, ça va bien!

Regresé al día siguiente, pero el tal Suliman no apareció. Lo volví a probar al otro, inventando excusas por si algún policía me pillaba por la calle, y tampoco se presentó. Los senegaleses me dijeron que iba y venía, cuando le placía. Entonces uno de ellos me pidió el número de móvil.

—Tú me das a mí, yo decir a Suliman, y él te llama.

Me lo pensé un instante. Luego me dije: riesgos de empresa. Finalmente, ¿a qué te expones, dando un teléfono?

El africano se sacó un móvil del mugriento bolsillo. Era un modelo aún más actualizado que el mío. Me lo tendió, y lo cogí con reparo.

—Tu teléfono, aquí.

Le grabé mi número en la agenda, después de frotar la pantalla contra mis pantalones. No puse mi nombre, sino un alias, Manu, y en el apartado de empresa anoté: «Interesado en comprar», y se lo intenté explicar al otro.

—Sí, sí. Tú le garçon de la compra. Claro, claro. Suliman te llama.

Regresé a la residencia, echándome gel en las manos y pensando que, apenas llegar, enviaría mis pantalones a lavandería pitando. Pasé por un kiosco y compré un periódico, que después apenas leí. Las noticias aquellos días, fuera del coronavirus y las disputas políticas, ofrecían poco de interés. Y, en ese momento, ni la pandemia ni la política me interesaban.

No esperaba una llamada, pero la recibí. Suliman me contactó al día siguiente y me citó el sábado por la mañana, a las once, en el Condis de la calle Comercio. Me preguntó quién era y quien lo enviaba. Yo le dije la verdad: soy un estudiante de la Universidad Tal. No tengo familia ni contactos aquí. Mi enlace son los senegaleses del parque.

Por el habla, deduje que Suliman era un marroquí.

Lo era, y menor de edad. Suliman se presentó puntual. Era un chico alto y apuesto, e iba bien peinado, con unos vaqueros de marca y cazadora de piel. Al cabo de poco rato de conversación, intuí que era el jefe de una banda de menas que se alojaban en un centro del Raval. «Se alojaban» es un eufemismo. Salían cuando les apetecía y nadie los controlaba. Cuando le pregunté si los educadores le dejaban salir, él me dijo, con suficiencia.

—Yo soy el chef.

Por la tarde, me senté en mi habitación, tras ordenar y despejar el espacio a mi alrededor. Es curioso cómo tener un proyecto te cambia. Todo en tu vida se pone en su lugar, hasta algo tan básico como ordenar tu ropa y tus trastos.

Carlos, te estás convirtiendo en otro nudo de una inmensa red, de la que no tienes ni idea. Pero les interesas, porque tienes un mercado que abrir. Ellos van a ganar contigo. Así que aprovéchate y gana tú también. Dicen que un emprendedor es alguien que sabe aprovechar las oportunidades… Ahí la tienes. ¡No la dejes escapar!

Respiré hondo y marqué el primer número. Mi primer posible-futuro cliente. Tenía el discurso preparado, había ensayado mentalmente una y mil conversaciones telefónicas. Esto no va a ser fácil, me dije.

Fue mucho más fácil de lo que había imaginado.


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