Urgencias

Por la puerta de urgencias entra un taxi. El taxista sale del vehículo y ayuda a salir a un hombre con uniforme de camarero, que gesticula, gaguea y tose. Tiene el rostro congestionado y enrojecido.

—Oigan, ¡que alguien atienda a este hombre! No sé qué le pasa, pero… ¡parece grave!

Un celador abre mucho los ojos, se ajusta la mascarilla y sale corriendo.

—¡Espere! ¡Espere ahí! ¡No entre!

El taxista aguarda, indeciso y maldiciendo, mientras el hombre que se ahoga intenta decir algo, agitando los brazos.

Al cabo de un minuto, sale el celador con una silla de ruedas y, detrás de él, dos enfermeras. Hace sentarse al hombre enrojecido en la silla, las enfermeras no se acercan más y exclaman.

—¡Emergencia Covid! ¡Emergencia Covid! ¡Llévalo a la UCI, aprisa!

Entran al hospital apresuradamente. El celador va detrás de ellas, mientras el taxista da media vuelta, protestando.

—Y ahora, ¿quién coño me paga a mí?

Luego habla consigo mismo.

—Si ese desgraciado se salva, será gracias a ti.

En urgencias, el celador entra como una tromba, empujando la silla a gran velocidad. El hombre que se ahoga se gira hacia él, sigue gesticulando e intenta hablar.

—¡Calle! ¡Calle y tranquilícese! Ahora lo entubamos y listo. ¡Calma, hombre!

El paciente intenta incorporarse, pero no puede. Otros pacientes de urgencias, que aguardan sentados en sillas de ruedas, lo miran con aprehensión. Sus familiares se asustan y algunos se vuelven hacia la pared.

—¡Emergencia Covid! —grita el celador.

Y un tropel de enfermeras, enfundadas en sus monos, con mascarilla y algunas con protector de vinilo, lo rodean. Una lleva un respirador, otra una maleta con el desfibrilador. El hombre no deja de cloquear, ahora su rostro está violáceo. Con las manos se señala el cuello, desesperadamente.

—¡No hable! ¡Quieto!

—¡Traed una camilla, pronto!

—¡Que se alejen todos los demás! ¡Aprisa!

De pronto todos los pacientes se amontonan hacia la salida, empujadas las sillas por familiares y algún celador. Salen más auxiliares, uno arrastra una percha con suero. El griterío se eleva. Llega otro sanitario con su EPI, acabando de colocarse el protector facial. Es la médico de guardia.

—Dios mío. ¡Hay que tenderlo en una camilla!

—Roger ha ido a buscarla.

—¡Rápido! ¡Inmovilizadlo! ¡El respirador!

El hombre se resiste y manotea. Las enfermeras lo rodean sin saber qué hacer. Intentan agarrarlo por los brazos. Él señala insistentemente su garganta, con los ojos saliéndosele de las órbitas. No lleva mascarilla, por supuesto.

—Pan… pan… pan… —intenta barbotar.

Tose, cloquea, se contorsiona. Una de las enfermeras se queda mirándolo con atención y se acerca más. Le toca el cuello y él asiente.

—Pan… pan…

—¿Qué haces, Carmen?

—¡No lo toques!

—¡Traed las bandas! ¡Hay que atarlo!

Llega el celador con una camilla. Entre dos intentan levantarlo y el hombre se pone en pie, sin ayuda; sigue intentando decir algo mientras se lleva la mano frenéticamente a la garganta.

Carmen se sitúa tras él de un salto y lo abraza por la cintura. Tomando aire, presiona contra el estómago del hombre, iniciando la maniobra de Heimlich. Una, dos, tres. Las demás enfermeras se quedan atónitas. Una todavía grita.

—¡Suéltalo, Carmen!

Ella vuelve a presionar, y el hombre vestido de camarero arroja por la boca una masa blanca y harinosa, que cae al suelo envuelta en saliva. De inmediato, empieza a jadear y su rostro va recuperando el color normal.

—Ya está… ¡Ya está! —alza un brazo, y Carmen lo suelta.

Todo el equipo lo rodea, atónito. El hombre se apoya en la camilla, escupe un gargajo y se sienta, aliviado.

—Me… me atraganté —explica, entre carraspeos—. Compré una… una bolsa de croissants… Comí con demasiada ansia… Uf.

Carmen asiente, bajándose la mascarilla.

—Pues sí, uf. ¡Menudo susto nos ha dado!

El hombre mueve la cabeza con un gesto de impotencia.

—Ya pasó. Gracias.

La doctora se quita el protector facial, pero no la mascarilla, y se acerca al paciente.

—¿Está mejor?

—Sí… Sí. Lo siento.

—Nada. Para eso estamos. ¿Seguro que está bien? Lo vamos a llevar a observación unas horas. Le haremos el test.

—No, no… ¡Si estoy bien! Estaba trabajando… Ya… ya puedo volver.

La médico se dirige a Carmen.

—Llevadlo a un box, que se recupere un poco, y dadle el alta.

En el pequeño despacho, la doctora se quita el mono y se baja la mascarilla para beber de un botellín de agua. Después se sienta en el escritorio y activa el ordenador. La enfermera se acerca a ella.

—¿Lo vas a entrar como Covid?

—Otro caso… Sería el tercero, hoy. En realidad, este no era.

—Ponlo igual.

—No sé. ¡Qué situación más estúpida! Medio hospital en pie de guerra, por un puto croissant.

La enfermera sonríe tras la mascarilla.

—Estos días todos estamos con los nervios de punta.

La doctora teclea algo y mira la pantalla.

—Ya está.

—¿Uno más?

—No. He puesto lo que es: una hipoxia por obstrucción accidental de la faringe. Menos mal que Carmen lo ha visto.

—Carmen es gata vieja. Lo que ella no ve…

—Carmen le ha salvado la vida.

La doctora suspira y se queda mirando la pantalla.

—¿Cuántos llevamos esta semana?

—Unos seis.

—¿Reales o…?

La doctora no responde.

—Podríamos haber anotado este.

—Y las estadísticas subirían. No, no quiero anotar más. Bastante tenemos con los de verdad.

La enfermera se sienta en la camilla del consultorio.

—Mi novio dice que las cifras están trucadas.

—Tu novio ve demasiados bulos por Internet.

—¿Sabes? Estoy empezando a creer algunas cosas que dice.  

—No lo hagas, Sonia. No pierdas el tiempo con todo eso.

—Lo creo porque lo veo. ¿Qué clase de gripe es esta? En una semana, nos hemos encontrado con, al menos, tres cuadros distintos. Uno respiratorio, otro cardiovascular, el otro neurológico, el que entró en coma.

La doctora se queda mirando a Sonia, que se ha bajado la mascarilla.

—Desde que empezó todo esto, hemos tenido decenas de cuadros diferentes. Este virus no se comporta como los demás que conocemos.

—Porque es un virus mutado. Artificialmente. Mi novio dice que, según no sé qué científico, es un virus del sida modificado.

—Dios santo. No lo escuches más.

—También habla de las radiaciones.

—¡Sólo faltaba eso! Vamos, Sonia, estás en el tajo cada día. No te vuelvas negacionista, ahora.

—Pero… ¡tiene sentido! ¿No? Esta cosa, lo que sea, ataca todos los órganos. ¡Una inflamación sistémica!

—No a todos.

—En algunos casos, sí.

La doctora mueve el cursor y consulta un expediente.

—¿Cómo está Aurelio Jiménez?

—¿El de la 306? Va recuperándose. Muy lento.

—Este era un cuadro cardiovascular. Tromboembolismo pulmonar doble. Un poco más y no lo cuenta.

—¿Y no deberíamos darle heparina, o ni que sea un Adiro, cada seis horas?

—Hemos de seguir el protocolo.

Sonia se planta.

—Un mismo protocolo para diferentes síntomas. Eso, perdona, pero siempre me ha parecido una locura.

—No sabemos nada de este virus.

—Empezamos a saber. En Italia, con anticoagulantes, han salvado a muchos como Aurelio.

—Deja de escuchar a tu novio y no te pongas histérica, ¿quieres?

Sonia mueve la cabeza.

—Es que no sé cómo vamos a acabar con esto.

—Acabará cuando acabe. De momento, es lo que hay.

La enfermera se coloca la mascarilla y se dispone a marchar. Entonces la doctora se pone en pie y se acerca a ella.

—No creas que yo no me pregunto cosas… Si pudiera, me pondría a investigar. ¡Eso es lo que me gustaría! Pero no hay tiempo de nada.

—Ya.

Carmen y Sonia salen de una habitación, entornando la puerta con cuidado.

—Creo que este no va a durar mucho.

—Pobre. Tendríamos que avisar a la familia.

—¿Para qué? Si no los dejarán ni verlo.

—Qué lástima.

—Uno más.

—Este era muy raro… No se ahogaba, sólo vértigos. Y luego, esa forma de apagarse.

—Me da grima pensarlo. Pero más pena me da la otra.

—¿La chica?

—Sí, la chica. ¿Ana, se llama?

—Ana, sí.

—¿Qué clase de gripe da esos síntomas? ¡Eso es un ictus con todas las letras!

—No sé… el virus provoca trombosis.

—Sí, claro. Y fallo neuronal. Y cólicos agudos. Y…

—Mi novio dice que no es el virus, sino las radiaciones de...

—¡Tu novio! Te va a volver loca.

—Mira, si no es por él, sí que me volvería.

—¿Seguís viéndoos?

—Sí, cada tarde, cuando yo no tengo turno.

—Y… ¿lo hacéis?

—Pues sí.

—¿No os ponéis la mascarilla?

Sonia se echa a reír.

—¡No podríamos besarnos!

—Se puede hacer el amor sin besarse, ¿no?

—No es lo mismo.

Carmen también ríe.

—No.

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