28 de octubre

 —Mamá, ¿por qué no podemos ir a ver a los yayos?

—Ya te lo dije, cielo. Por el riesgo de contagio. Tú puedes pasarles la enfermedad, y ellos son mayores y pueden ponerse muy malitos.

—Pero ¡si yo estoy bien!

—Sí, pero aunque estés bien, puedes tener el virus y contagiarlo. ¿No te acuerdas?

—Vuélvemelo a explicar.

Ella suspira y acaricia el pelo del pequeño.

—El virus, en los niños, está dormido. Es como si no estuviera. Pero en cuanto sale al aire, mientras respiras o hablas, se despierta. Y si llega a la nariz o a la boca de una persona mayor, como los yayos, entonces empieza a atacar. ¡Se mete en su cuerpo, y empieza a destruir sus pulmones! ¿Entiendes, cielo? Ellos no pueden respirar y se ponen muy malitos.

—Entonces los llevamos al hospital.

—Sí, cielo, pero aún y así, podrían morir. Y no queremos eso, ¿verdad?

—No. Yo no quiero que los yayos se mueran. ¡Nunca!

La madre lo abraza.

—Y no quiero que tú te mueras nunca.

—Por eso, cielo, por eso tenemos que ponernos la mascarilla.

—¿Aquí también?

—Sí, mejor en casa también. Ahora es necesario.

El niño se aparta y se coloca su mascarilla a rayas de colores.

—Así, ¿ves qué guapo estás?

Se acerca el padre, que ha estado hablando por el móvil mientras caminaba en la cinta elíptica.

—Hay qué ver qué bien te explicas.

Ella se vuelve y sonríe.

—¿Qué?

—Eso del virus dormido… y que luego se despierta y ataca. ¡Qué científico!

Ella hace un mohín con la mano.

—Tú me entiendes. Hay que explicarlo así.

El niño se va a jugar con su Tablet y la pareja se queda mirándolo.

—Echa de menos a los abuelos.

—Yo creo que podríamos ir a verlos, ni que sea un rato, este domingo.

—¡Están prohibidas las reuniones familiares!

—Pero somos menos de seis… No creo que pase nada, por una horita. Vamos con la máscara y demás.

Ella mueve la cabeza.

—No. No quiero poner en riesgo al niño.

—¿No decías que era por ellos?

—Ni al niño, ni a tus padres. Nos toca quedarnos en casa, otra vez. Ya hemos pasado por esto y saldremos.

—Sí, eso dicen…

—No estás convencido.

—A estas alturas, ya no me creo nada.

—No se trata de creer, sino de proteger.

Sentado en la mesa, abre unos cuantos sobres y lee las facturas y el comunicado del banco.

—Estamos a números rojos. Y no cobraré el paro hasta final de mes, o primeros del otro.

Ella suspira.

—Ya lo cubriremos. ¿Qué hay de la visa?

—Estuve mirando el saldo. Trescientos euros nos quedan.

—Con eso tenemos para estas dos semanas…

—Y a primeros de mes nos chuparán más de mil. Todo el paro, esfumado.

Ella se muerde los labios.

—Menos mal que nos queda lo mío.

—Sí. Ya veremos hasta cuándo.

—No me echarán. Estoy teletrabajando, hago todo lo que me piden y están contentos conmigo. Ya lo verás. Y tú en mayo que viene volverás a trabajar.

—¡Veremos!

—Si te pones en plan pesimista, no haremos nada.

—¿Pesimista? ¡Soy realista! ¿Cómo crees que acabarán los ERTE? ¡Acabarán en ERES! La mitad de la plantilla, o más, a la puta calle. ¡Eso pasará! Más vale que me busque otra cosa. Pero ahora, con la que está cayendo, ¡cualquiera se pone a buscar!

—Cariño…

El niño levanta la cara de su pantalla.

—Mamá, no volváis a pelearos.

—No, cielo, si no nos peleamos.

—Sólo discutimos —dice el padre, con sorna.

—Pues no volváis a discutir.

El padre se levanta y va hacia el pequeño.

—No discutiremos más, de acuerdo.

—¡Cuidado!

—¿Qué pasa?

—Mejor que no lo beses…

—¿Ahora tampoco puedo besar a mi hijo?

—Por favor, ya hemos hablado de esto.

El padre da un puñetazo en la mesa, a lo que su hijo pega un respingo.

—Papá es por tu bien —recita el niño—. Yo puedo contagiarte, sin que lo sepas. Y no quiero que te pongas enfermo.

—Vamos a llamar a los yayos. ¿Qué te parece?

—¡Bien! Déjame marcar a mí… ¡Me sé el número de memoria!

El niño toma el smartphone y marca el número con habilidad.

—Muy bien, cielo. A ver… Pon el altavoz.

Se oye al otro lado:

—¿Diga?

—Hola, yaya.

—¡Mi tesoro! Hola, hola, hola. Qué contenta estoy.

—Yo también, yaya.

—¿Qué haces, tesoro? Cuéntame.

—Estoy aquí, con la mama.

—Ah. ¿Está bien la mama?

—Sí, y el papa también. El papa está haciendo pesas.

—Ah, ¡se pondrá muy fuerte! Y tú, tesoro, ¿estás haciendo los deberes?

—No, ahora no. Ahora estaba jugando con la Play.

—Ah, muy bien. ¿Y el cole? ¿Estás contento en el cole?

—Sí, yaya. Todos vamos con mascarilla y al entrar nos pegan un disparo en la frente. ¡Pum! Como en las películas.

—Un disparo… Oh, Dios mío. ¿Es verdad eso?

El niño ríe y hace un gesto exagerado con los brazos.

—Sí, y nosotros jugamos a caernos, y las profes nos riñen.

—Oh, ¡no me digas!

La madre toma el móvil y se pone al habla.

—Hola, Encarna. ¿Cómo estáis?

—Bien, Laura, bien. ¿Y vosotros?

—Vamos haciendo. Todo bien, por ahora.

—Ya veo que el niño está bien divertido…

—Juegos que se traen entre manos, él y sus amigos. Los niños son inocentes. ¡Se distraen con todo!

—Me gusta que me llaméis. Al menos os oigo.

—¿Antonio se encuentra bien?

—También, también. Ahora ha ido a buscar el pan. Lo dejo salir al menos para eso, si no se muere, encerrado en casa.

—Pero… no salgáis mucho, Encarna. No es prudente.

—Ya, hija, ya. Si yo no me muevo. Me traen la compra del súper, que son muy majos esos chicos. Y de la verdulería también. Y aquí paso las horas, con el ganchillo y la tele. Y también haciendo mi gimnasia, los ejercicios para la artritis, que me dio la doctora.

—Eso está bien. No dejes de hacerlo.

—No, si no lo dejo. ¡Menos mal de eso! Y de la vecina, tú ya te acuerdas, Sofía, que somos amigas de hace más de treinta años. Salimos al balcón y hablamos un rato cada día. Ayer más de media hora estuvimos…

—Sí, sí. Bien, ahora tenemos que colgar.

—Espera, hija, espera… Dile a Aitor que se ponga otra vez.

La madre alarga el móvil al pequeño.

—Toma. Dile adiós a la yaya.

—Yaya, ¡quiero que se ponga el yayo!

—Mi tesoro, ¡ahora no está! Ha salido. Pero le diré que te llame, luego.

—¿Dónde está el yayo?

—Ha ido a por el pan.

—Pero si dice mama que no podéis salir.

—Bueno, a buscar la comida, lo más necesario, sí podemos.

—Yaya, tengo ganas de verte.

—Yo también, mi tesoro. ¡Pronto, pronto!

—Te voy a dar un beso, ¿vale?

—Sí, tesoro. Yo también, ¡un beso grande!

El niño da un beso a la pantalla del móvil, llenándola de saliva. La madre se lo aparta de golpe.

—¡No hagas eso!

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