27 de octubre

7.00 a.m.

—Adiós, mamá.

—¿Ya te vas? ¡Si no has desayunado!

—Llego tarde… Ya desayunaré en el hospital.

—¿Te preparo un bocadillo?

—No, déjalo, mamá. Allí tenemos la cafetería abierta.

—Cuídate, reina.

—Y tú. Adiós.

Se ajusta la mascarilla y hace un gesto con la mano.

8.00 a.m.

—Mira. Si la lavas a mano, con un champú suave, la secas en el radiador y te dura tres días, al menos. ¡Y además huele bien!

—Ya lo probaré.

—¡Más nos vale! Esta semana, nos toca pringar.

—¡Hala, no os quejéis! Que trabajáis menos que nadie. ¡Seis enfermos por planta! Cuando las demás tenemos veinte, o treinta.

—Sí, tía, pero con la puta máscara y el traje todo el día. ¡Cámbiame el turno, si te parece!

—No, no, ya me tocará.

—Mira la Juana, con su traje nuevo. ¡De pasarela!

Las enfermeras ríen mientras Juana se enfunda su mono hecho de bolsas de plástico biodegradable.

—Reíd, reíd. Mira, es más suave, se adapta mejor y no mete tanto ruido como las otras… ¡Odio las bolsas de basura!

—Pues a lo mejor te copio la idea. Además, con ese color no metes tanto miedo.

—Es que el negro parece de Halloween… ¡Para matar a los pacientes del susto!

Vuelven a reír.

—Además, respiro mejor así.

—Lo malo es que parece más poroso. Y el virus…

—Ya. Pero mira, ¿sabes lo que me dijo mi novio?

—Qué.

—Que los virus son más pequeños que los poros de las mascarillas. Que miden no sé cuántos nanómetros, o algo así. Y que esto, en realidad, no nos sirve de nada. ¡Ya ves!

—Tu novio es que se conecta demasiado a YouTube y ve videos raros de locos conspiranoides.

—Oye, sin ofender.

—¡Dicen cada cosa! Corre uno donde sale una doctora, de no sé dónde, que ha cultivado los gérmenes de varias mascarillas, y enseña lo que le sale al cabo de varios días. ¡Una mierda impresionante! Hasta bichos, salen de ahí. Da asco.

—Ja, ja, ¿Y habéis visto los del oxígeno?

—Bah. Todo son bulos.

—Mirad, yo no tengo ni idea. Pero son las normas: me la pongo, y ya. Nunca se sabe. Estamos trabajando con viejos cargados de virus y hay que protegerse. De una manera u otra.

—¿Cómo tienes el eccema?

—Psé. No va a peor. Me pongo una crema que me dieron en la farmacia… Luego te digo cuál es.

—Yo tengo las orejas que me arden. Ni de lado puedo dormir, por el roce.

9.00 a.m.

En la habitación 305.

—Buenos días, Esteban.

El viejo se remueve en la cama y musita, aclarándose la voz.

—Buenos días.

—¿Estamos mejor? ¿Cómo ha dormido?

—Ya ves… Mal, duermo mal. Con todo ese ruido y tantas visitas nocturnas...

Ríe con voz cascada. La enfermera sonríe y le toma el brazo con una mano enfundada en el guante.

—Vamos a ver esa temperatura, y la presión.

—¿Quién eres? ¿Silvia?

—No, soy la Carmen.

—Ah, con ese disfraz… No hay quien os conozca.

—¡Somos astronautas! —ríe, y le coloca la manilla del medidor de presión—. A ver, ahora respire con calma… No se mueva, ¿eh?

—No, no, si casi no puedo moverme…

El fonendo electrónico deja de zumbar, se oyen pitidos intermitentes. La enfermera mira la pantalla en silencio.

—¿Cómo estoy?

—Bien, está normal. Y de temperatura, también.

—¿Me traerán pronto el desayuno?

—¿Cómo se encuentra?

—¡Mejor! Y con hambre.

—Eso es bueno. Y veo que ya no tose.

—No, no… Sólo la carraspera.

—Bueno. Pronto le traerán su desayuno. ¡Hasta luego!

—Hasta luego, bonita.

10.15 a.m.

A la hora del café, en la sala de descanso, se reúnen tres auxiliares con la enfermera de planta.

—A Esteban ya lo podemos dar de alta hoy. Y a Rosa, también.

—Son tres en total. Y esta mañana han ingresado dos, les están haciendo pruebas.

—Tres altas, dos nuevos. No vamos mal.

—No, no vamos tan mal.

—Lo peor está por venir.

—Ya veremos… A ver si amplían las plazas, o qué.

—En Valle Hebrón dicen que tienen una planta más, preparada, pero vacía de momento.

Suena un móvil y una de las enfermeras se lleva la mano al bolsillo, desplaza el dedo por la pantalla y se aparta del grupo.

—Hola, Gordi.

—Pichurri.

—¿Qué haces?

—Aquí, trabajando. ¿Y tú?

—Tomándome unas birras con el Javi.

—¡Cómo trabajáis los de la construcción!

—Ahora volvemos al tajo. Nos falta material y con el cierre de carreteras, tardará unos días en llegar. No hay prisa.

—Suerte que tenéis.

—¿Y ahí, en el hospital?

—Dos casos nuevos esta mañana. Y los que vendrán.

—Joder.

—Sí, es lo que hay.

—¿Nos vemos esta tarde?

—Y ¿a dónde vamos a ir? Si está todo cerrado…

—Compramos un par de latas en algún sitio y nos vamos por ahí.

—Como dos tontos, dando vueltas por la calle.

—Vamos a tu casa, o a la mía.

—A la mía no, ya sabes que mi madre no quiere.

—Pues a la mía.

—No sé si me dejará.

—Joder, ¿tienes que pedirle permiso?

—Pichurri, no es seguro.

—¿Qué no es seguro?

—Nada… Déjalo. Nos vemos esta tarde y hablamos.

—Un beso, Gordi.

—Muá.

—Te quiero.

—Yo también.

11.00 a.m.

Las dos enfermeras estiran de la sábana, después de girar a la anciana de costado. Luego, la vuelven del otro lado y tensan la sábana.

—¡Y ya está! ¿Lo ve? Hacemos la cama sin que usted tenga que salir. ¿Qué le parece?

La mujer gime un poco y luego asiente.

—Sí, hijas, sí… Hay que ver qué apañadas. Sabéis de todo.

—Hay que saber de todo, Luisa. En esta vida…

—Pues sí. Eso decía mi madre, cuando era joven. Y, ah, en aquellos años, vosotras sí que no sabéis lo que era. En la postguerra, o sabías hacer de todo o no salías adelante. Hambre, hijas, hambre. Y frío. Y no había lavadoras, como ahora, ni tantos aparatos… ni todo esto que tenemos ahora.

Las enfermeras se miran y sonríen, bajo las mascarillas.

—Ay, hijas. Lo que nunca se vio es esto de ahora. ¡Que ni siquiera podamos mirarnos a la cara!

—Ande, calle. Es necesario. Este virus es muy malo.

—Sí, hija, sí… —tose—. A ver, súbeme un poco, que así no estoy a gusto.

Una de las jóvenes la incorpora y gradúa la inclinación del lecho. La otra toma un termómetro y se lo pone en la axila.

—¿Cómo se encuentra?

—Un poco mareada… Creo que esas pastillas no me hacen bien.

—Es necesario, Luisa. Son antivirales, hay que tomarlas.

—Se me ponen mal en el estómago, hija… Pero bueno —tose de nuevo—. Hay que obedecer.

—Eso es. Usted obedezca, y se pondrá mejor. Poquito a poco —se vuelve hacia su compañera—. ¿Cómo está?

—Tiene unas décimas.

—Entonces, a hacer bondad. Ya lo oye, Luisa. Hasta que no baje la fiebre, hay que tomarlas.

Le acerca un vaso con un platito de plástico y la pastilla. La abuela la toma y se la mete en la boca.

—Me cuesta tragar…

—Beba, beba agua, despacito. ¡Vamos, Luisa, usted puede!

15.00 p.m.

—¿Sabes qué dice Juanjo?

Las dos compañeras avanzan por el pasillo, quitándose los guantes y bajándose la mascarilla. Las bolsas de plástico de sus monos crujen con el roce mientras caminan.

—Juanjo está loco.

—Dice que tenemos que ponernos todos de acuerdo, ir a ver al director y reclamar EPI en condiciones. Eso, o vamos a la huelga.

—Ya lo intentó en abril, y un poco más y lo echan.

No lo echan porque es enfermero de planta, y porque es hombre y tiene fuerza física. ¡Y luego hablan de igualdad! Si fuera chica, ya lo habrían echado de una patada a la calle.

—Juanjo quiere que volvamos a reunirnos. Que si todos lo pedimos a una, no se podrán negar. Dice que un amigo suyo, de Canarias, lo consiguió.

—¡Todos a una! Va listo. Aquí no nos une ni Dios.

—Aparte que no hay presupuesto. Eso es lo que le dirán en Dirección.

—Siempre lo mismo. Hay pasta para lo que quieren.

—Querían montar una carpa en la Vila Olímpica, ¿lo sabías?

—Eso decían. Para eso sí hay dinero.

—No lo harán. No hace falta.

—Ya veremos. La verdad, yo tengo miedo.

—¿A estas alturas?

—Mira lo que le pasó a Tere…

—Tere es que no dormía, ni comía, ni descansaba. Enlazaba un turno con otro. Así cualquiera cae.

—No ha levantado cabeza, desde entonces. ¿La has visto?

—Parece una muerta. Se ha quedado flaca, flaca.

—No sé, tía. A mí me da muy mal rollo todo esto.

—Hay que aguantar. No queda otra.

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