26 de octubre 2020
6.30 a.m.
—Cariño, ponte la mascarilla.
—Pero… ¡si estamos en casa!
—¿Y qué más da? El virus está en el aire…
—Pero tú y yo no estamos enfermos, ¡ya me la pondré al
salir!
—¿No lo has oído? Dicen que las familias son el principal
foco de transmisión.
—Sí, cuando hay un contagiado. Ni tú ni yo lo estamos, que
yo sepa.
—Cariño, haz el favor… póntela.
Él agarra la mascarilla con enojo y se la pone.
—Está bien. ¿Contenta? Ya me voy.
—Que vaya bien el día.
—Nos vemos por la tarde.
La puerta cierra de golpe, ella suspira y se ajusta la
mascarilla. Luego se mira al espejo distraídamente y se atusa el pelo.
…
8.30 a.m.
—¡Nos vamos, niños! ¡Que llegamos tarde!
Se acercan por el pasillo los dos, cargando sus mochilas
escolares.
—¿Lleváis la mascarilla?
—Sí, mami.
—Yo preferiría no llevarla.
—Pero ya sabes que es necesario, cariño. Es por nuestro
bien.
—Ya.
El chico se ajusta la máscara, con un súper héroe estampado
que lanza su puño ante los dientes.
—Todos tenemos que sacrificarnos un poco, hasta que todo
esto pase. No cuesta tanto, ¿verdad?
—¿Sabes qué dice la profe, mami? Que con mascarilla todos
somos iguales. No hay guapos ni feos, porque todos llevamos la cara tapada. Así
nadie se ríe de nadie.
—Oh, ¿eso dice la profesora?
—Sí, mami.
…
10.00 a.m.
En la cafetería hay cola de unas cinco personas. Las tres
madres, no obstante, deciden esperar y se colocan al final, guardando un metro
de distancia. Una de ellas se ha bajado la máscara para fumar un cigarrillo.
—¿Cómo lo lleváis en casa?
—Bien. Los niños al final se adaptan a todo. Y nosotros…
bueno, ¡no hay otra!
—Nosotros en casa hacemos vida normal. ¡Hemos convertido el
comedor en una especie de gimnasio! Dios santo, ya me he olvidado de lo que es
ordenar.
—Todo pasará… Algún día nos acordaremos de esto, y nos
reiremos.
—Se hace pesado.
—Sí. Pero no hay otra…
Llegan ante la puerta abierta a la calle. Una mesita con
pantalla de vinilo y detrás, el camarero toma nota.
—Tres cafés cortados, dos croissants y una flauta de tortilla…
si tenéis.
—Sí, claro que tenemos. Se la hago en un plis. ¡Lo que
quieran!
—Gracias, ¿cuánto es?
—Deja, hoy pago yo.
—No, no, hoy me toca a mí. Mañana ya lo harás tú.
—¿Con visa, señora?
—Sí, con visa.
Las tres madres se acodan en una valla, junto a una zona de
parking, para tomar sus cafés metidos en vasitos de plástico. Remueven con
palitos el azúcar; una de ellas sostiene la bolsa de papel con los croissants y
la flauta.
—¡Cómo nos tenemos que ver! Con lo bien que se estaría ahora
en el solecito, sentadas en una mesa…
—¡Es lo que hay! Dichosa pandemia.
—Oye, y los contagios que no paran de subir… ¿Habéis oído
las noticias?
—Eso, la culpa la tienen por dejar abrir las discotecas. Es
el ocio nocturno el que ha provocado todo esto.
—Dicen que los focos están en las familias…
Callan unos instantes, mientras soplan los cafés. Una de
ellas tira el cigarro y coge un croissant. Las otras se bajan las mascarillas
con cuidado.
—¿Cómo llevas lo del teletrabajo?
—Bien. La ventaja es que me pongo el horario que quiero,
¡por eso puedo estar aquí! Al final, acabo trabajando más horas. Muchos días me
quedo hasta las tantas…
—¿Y te pagan más?
—Eso es lo peor. El jefe ha dicho que, como trabajamos en
casa y ya no tenemos gastos de transporte y comida, nos va a reducir la nómina.
Pero ¿qué quieres? Aún tenemos suerte de conservar el puesto… Peor sería un
ERTE.
—Madre mía.
—Y tu marido, ¿cómo lo lleva?
—Bastante bien. Él sigue trabajando normal. Todos con
mascarilla y distancia, pero siguen.
—El mío, en casa, es un desastre. Le pasa como a ti. Penca
más horas y no le pagan más. Hay días que no se despega de la pantalla, en
pijama y todo.
—Mientras no se lleve el ordenador a la cama…
Ríen todas.
—¡Poco le falta!
…
15 p.m.
En la terraza del edificio de oficinas, todos están fumando.
Nadie lleva la mascarilla puesta.
—Oye, ¿tú no crees que exageran con eso del toque de queda?
—Anoche salí a las diez menos cuarto a comprar cerveza.
¡Hasta los pakis de la esquina habían cerrado! En la calle, ni una puta alma.
—Joder.
—La gente hace caso… ¡Cuando te juegas la vida!
—¡Estamos igual que en marzo, o abril!
—Esto parece la guerra.
—No es para tanto. ¿Cuántos muertos hay? ¿Has visto un
hospital colapsado?
—Coño, si no se puede ir. ¿Cómo voy a verlo? Eso dicen,
habrá que creerlo.
—¿No creéis que se están pasando?
—¿Eres negacionista, o qué?
—No, hombre, eso tampoco.
—La gente se contagia y hay una pila de muertos. Algo habrá
que hacer.
—Digo yo que se podría hacer algo menos drástico. Controlar
solo a los enfermos, aislar a los contagiados, y dejar en paz a los demás. Nos
van a hundir, como sigamos así.
—Sí, así vamos, ya lo ves.
—No sé a dónde vamos a parar.
—Calma, chico. Cuando salga la vacuna, todos a pincharse y
esto se acaba en dos meses.
…
19 p.m.
—¡Hola! ¡Hola!
Salen los niños corriendo hacia la puerta.
—¡Hola, papi!
La niña salta a sus brazos, él lleva la mascarilla bajada.
Detrás, el chico se detiene, indeciso. La madre aparece por la puerta del
vestíbulo.
—No, niños… ¡Besos, no!
—¿No podemos, mami?
El padre estrecha y besa a la niña. El chico permanece en
pie, jugueteando con su mascarilla.
—¡Déjala, cariño! Besos, no, por ahora… Es mejor.
—¡Por Dios, es una niña! Y es mi hija, ¡y está sana!
—¿Tú qué sabes? Los niños son vectores de transmisión
asintomáticos. ¡Lo sabes de sobra! Llevan todo el día en el colegio y quién
sabe…
El padre suelta a la niña y se encara con la esposa.
—Hay que joderse.
—Lo siento, cariño —se ajusta la mascarilla ante él—.
Póntela, tú también. Todos tenemos que sacrificarnos durante un tiempo…
—Esto es insoportable. No puedo respirar a gusto, ni en
casa.
—Podremos con ello, cariño. Juntos podremos vencerlo… Vamos.
Él se aparta, suelta la cartera y la deja caer. Va hacia el
comedor y se arrellana en el sofá, agarrando el mando a distancia de la tele.
En la pantalla aparece una locutora.
—Nuevos brotes de la pandemia en tres comunidades. El número
de contagios asciende a quinientos mil, y el toque de queda se implanta esta
noche en Cantabria y en Extremadura. El presidente, en su mensaje de esta
tarde, alienta a las familias a permanecer en casa y…
…
23 p.m.
Los niños se han acostado. En el sofá, reclinados cada uno a
un lado, a más de un metro de distancia, marido y mujer descansan ante la
pantalla del televisor. Ella tiene el smartphone en una mano, que va mirando de
tanto en tanto, él juguetea con el mando y va cambiando de canal.
—¿No vas a dormir, cariño? Mañana tienes que madrugar.
—Lo sé, joder. Tú también.
—He preparado la cama en el estudio…
—¿Qué?
—Que es mejor así, cariño. Al menos, durante estos días de
cuarentena…
—¿Me estás diciendo que no vamos a dormir juntos?
—No, por ahora. Es mejor así.
—¡Por Dios, Emma! Llevamos meses confinados, ¡juntos! Bajo
el mismo puto techo. ¡Estamos sanos! ¿Qué demonios te pasa?
—¿Qué te pasa a ti? ¡Estamos en plena pandemia! ¿No lo ves?
Comentarios
Publicar un comentario