Sábado 23 de mayo

Entramos en la fase 1


Ya podemos salir, sin restricción horaria, pero manteniendo la distancia social y… ¡con mascarilla! Antes era opcional, recomendada en según qué lugares y ante personas de riesgo. Ahora, es obligatoria para todos. ¿Cómo entender esto? Y sí, mucha gente se la pone. En los comercios cada vez abren más es forzoso. Pero por la calle hay muchos que no la llevan.

Creo que se va a poner de moda una nueva prenda: la mascarilla bajada, arrugada bajo la barbilla, como aquella especie de cuerno de los faraones egipcios. ¿Qué viene la poli? Me la subo. ¿Qué se alejan? Me la bajo. ¿Entro en una tienda? Arriba el embozo. ¿Salgo? Ya puedo respirar.

Los aplausos en los balcones han cesado, no sé si ha sido una consigna o ha sido por cansancio, o agotamiento. Quizás alguien se dio cuenta de que era inútil seguir aplaudiendo ante el triste espectáculo de ver cómo un grupo de profesionales, desatendidos y mal equipados, se esfuerzan por cumplir con su deber. ¿No resulta un poco cruel aplaudir a un atleta que corre con las zapatillas rotas?

En muchas ciudades brotan las manifestaciones y los descontentos. Inéditas manifestaciones, de coches y rostros con mascarilla, marcando distancias. ¡A todo se adapta el ser humano!

Y a río revuelto, ganancia de pescadores. Los políticos de todo color sacan rédito, algunos empresarios listos, también. Los grandes que manejan los hilos del mundo sonríen y se frotan las manos. «Nuestros planes van viento en popa…» Pero la ciudadanía no está muerta. Hay quienes se informan. Hay quienes piensan. Hay quienes se atreven a protestar. Gritan libertad. Cierta ministra, con ironía, comenta que si no hubiera libertad nadie podría protestar ni manifestarse. Y en esto tiene razón. Al menos queda un margen, de cortesía, o de pura imagen, para que no parezca que estamos entrando en una dictadura. Pero la dictadura quizás ha empezado mucho antes. Alguien me dijo hace poco: una dictablanda aún puede ser peor que una dictadura. Porque, por blanda, la gente no se entera. Somos conducidos suavemente… como las ovejas de cierto pastor francés, que en un video que se ha hecho viral, explica cómo cuida amorosamente a su rebaño para que viva feliz, dé buena lana, buena leche, carne melosa y, finalmente, sea conducido felizmente al matadero. Al tal pastor varios políticos le han pedido asesoramiento. No sé si eso es un recurso literario del buen hombre, o es real. En todo caso, en nuestros parlamentos tenemos a un puñado de discípulos suyos.

Las noticias van y vienen. Y cuanto más sé, más me indigno. Pero la vida sigue. Ayer salí de Barcelona, por primera vez en meses. Subí al coche, ¡qué delicia volver a sentir el volante entre las manos, pisar el acelerador, ver el paisaje correr tras las ventanillas! Había olvidado cómo me gusta conducir, cómo añoraba viajar, cómo deseaba alejarme un poco de la urbe y respirar aire de campiña, aunque sea en un pueblo grande y bien urbanizado. ¡El aire en el campo no huele igual! Qué delicia oler esa mezcla de gallina de corral, de hierba, de hoja de roble… Y escuchar el silencio de una calle soleada. No por confinamiento, sino por ausencia de frenesí.

Fui a una visita terapéutica, con una buena amiga acupuntora. Tratamiento aparte, hablamos, y mucho, también de la pandemia. Nos alegramos de vernos y nos entristeció constatar ciertas cosas. Pero salí de allí con el corazón ligero. La amistad es el mejor alimento y la mejor medicina, siempre y en cualquier circunstancia. Menos mal que no nos prohíben tener amigos. Si nos queda ese tesoro, estamos salvados.  

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