Jueves, 26 de marzo


Hoy me desperté a media noche, salí a mirar por la ventana y vi las estrellas trazando un dibujo familiar: la constelación del Cisne luciendo sobre mi cabeza. El cisne que, en agosto, planea sobre la Vía Láctea en las primeras horas de la noche. No sé por qué, me ha llenado de esperanza verlo. Hacia el este, sobre el mar, se alzaba un lucero enorme. Hoy ha amanecido un día radiante.

Sí, el mundo sigue girando y las estrellas siguen su curso. El mundo no se ha detenido, aunque lo parezca. No se detiene el tiempo, aunque las horas se hagan interminables en el encierro. El tiempo no se detiene, y en los hospitales se acelera; allí se vive a contrarreloj y los días suceden a las noches en imparable frenesí.

Por eso suenan los aplausos, cada tarde a las ocho. Unos luchan en el frente, otros resisten en la retaguardia, luchando contra el tedio, la impaciencia, el miedo y el deseo de que todo termine pronto.

Corren las noticias, y con la resignación brota también la indignación. Los ciudadanos nos informamos. Queremos saber más sobre el virus, queremos conocer la historia de esta guerra. Hay contenedores de material sanitario atrapados en las aduanas, mientras en las ciudades, emprendedores anónimos y talleres caseros fabrican mascarillas con impresoras 3D. Salta a la luz que, en esta batalla, los soldados han plantado cara con bravura, mientras que los capitanes vacilaban o se entretenían discutiendo entre ellos. Sólo nos ofrecen palabras… palabras y promesas, resonantes como tambores vacíos. La tropa pone manos, tiempo, voluntad. Y cuando no quedan armas, aún queda el coraje.

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